Un poeta en busca de poetas
Sus encuentros fueron una historia de mil historias, una novela de cientos de tragedias, pero también de risas e ilusiones. Eran dos poetas en busca del mundo o, sencillamente, dos hombres que intentaban huir de la vida y la muerte con unos cuantos versos. Y así se encontraron y se desencontraron, y así se quisieron y se odiaron. Un día, Milcíades Arévalo le escribió a su amigo Raúl Gómez Jattin: “A los poetas los vienen matando desde hace muchos años y por eso les inventan concursos donde siempre ganan los que nunca pierden, pero cada uno tiene méritos suficientes para vivir en el cielo o en el infierno. Sin darme cuenta toda mi vida he caminado sobre las brasas del infierno, pero aun así tengo esperanzas de conquistar el cielo. Voy a buscar tus poemas y editarte el libro para que cuando la carcamala asome por tu casa no te encuentre inédito”.
Aquel era el punto seguido de una larga noche de varios días. Gómez Jattin había llegado a Cúcuta, ilusionado con un concurso de poesía que no ganaría, y se le acababan de perder los borradores de su más reciente libro, Retratos. Arévalo ya lo sabía. Lo sabía antes de que su amigo se enterara. Por eso le escribió aquello de “les inventan concursos donde siempre ganan los que nunca pierden”, y por eso le prometió editarle el libro con sus Retratos, pero Gómez Jattin era impredecible. Por eso, luego de una temporada de felicidades por el libro, y de mil y un elogios hacia Arévalo, lo insultó, pues pretendía que Retratos fuera una edición de pasta dura y letras de oro. Tiempo después, en Bogotá, llevado por sus angustias, lo arrojó contra una acera en La Candelaria, simplemente porque no lo reconoció, porque creyó que era un fauno, porque sí y porque no.
Se habían conocido tiempo atrás, en Cereté. Arévalo fue a entrevistarlo, buscando poetas para su revista Puesto de Combate, pues Gómez Jattin le había enviado algunas copias de su primer libro, Poemas, y él había quedado fascinado. Era un libro “irisado de imágenes transparentes, con un toque de identidad propio, sin ninguna trasgresión, salvo el casi tierno poema Te quiero burrita. A partir de entonces surgió entre nosotros una especie de correspondencia de la más variada pinta. Cartas, libros y resmas de papel iban y cartas y poemas venían. Raúl podía ser el hijo menor de Luis Carlos López, un excelente poeta con una sensibilidad aterradora y toda la cosa, pero ningún poeta de Bogotá le prestó atención, tal vez porque era montaraz, altivo, visceral, descarnado y realista”.
“Cereté, aún lo recuerdo, era un abrazo del infierno, una brasa —escribiría Arévalo—. El sol se derramaba sobre sus calles polvorientas con ardiente vehemencia, pero aun así era ‘un pueblo lindo con una cabellera de nubes blancas’, delicioso, mágico y sorprendente. Yo había leído tanto sus poemas que cuando por fin encontré su casa de palma amarga en la única calle Cartagenita que hay en el mundo, golpeé en la ventana, exactamente como decía en uno de sus versos: ‘Golpea en la ventana de la izquierda / que te estaré esperando’. Del otro lado de la puerta alguien me preguntó quién era. Cuando le di mi nombre, la voz de un gigante me estremeció las fibras y estuve a punto de abandonarlo todo y salir corriendo, pero la puerta se abrió como una caja de sorpresas. Al verlo, tuve la impresión de que no era Raúl sino un fantasma que se había quedado cuidando una casa vacía. Me levantó del suelo con una trompada de ternura y me hizo entrar”.
Ese día Milcíades Arévalo, el poeta que vivía tras el rastro de los poetas, habló con Raúl Gómez Jattin, una especie de poeta maldito caribe, durante horas y horas. De poesía, por supuesto. De Miguel Hernández, “que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, tan temprano”. De Joan Manuel Serrat, de los andaluces y de Luis Carlos López, del Sinú, de Lola, la madre de Gómez Jattin, que de niño lo reprendía por sus mentiras, hasta que una tarde su padre le dijo “déjalo que mienta, Lola, y será poeta”. Arévalo encendió un cigarrillo, “y fumé mirando alrededor de la habitación vacía, embelesado en el fragor de la tarde que se negaba a morir. Un gato se asomó por la ventana con una mariposa amarilla y por un momento tuve la sensación de estar en medio de la selva, dispuesto a enfrentar a la muerte con mi cuchillo asesino. ‘¿Qué hace ese gato en la ventana?’, le pregunté. ‘Eso no es un gato, es el tigre de Borges. Ahora sí me doy cuenta de que la poesía pasa por tu lado sin hacerte daño’”.
La sentencia de Gómez Jattin era y fue errada, porque a Milcíades Arévalo la poesía y la literatura lo habían marcado con un hierro candente sobre la piel, sobre el alma, sobre quien era y quien no era, antes, y entonces, y la huella no se borraría jamás. En medio de sus encuentros y desencuentros con Gómez Jattin y con decenas de otros poetas, él continuó su camino de poeta errante, escribiendo y buscando y contando peso a peso los pesos que le hacían falta para editar su revista. Decía y diría que a los verdaderos poetas “búsquenlos en la provincia, en las páginas de las revistas marginales de literatura y en esos libritos que aparecen por ahí sin ganas de hacerle mal a nadie”. Decía y diría que “el poeta es un dios como Prometeo y también tan elemental como Francisco el Hombre, capaz de soñar un mundo a su medida, no para competir con Dios sino para dar testimonio de la vida, del cielo y del infierno”. Y callaba que él era Prometeo, Francisco el Hombre, un transeúnte y un fantasma, o un poeta que buscaba poetas.
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