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¡OYE, TÚ!, ¿CÓMO TE LLAMAS TÚ?
Milcíades Arévalo

Me arrimé al muelle a esperar la chalupa. Deseaba llegar pronto a la orilla del mar, que estaba a cientos de kilómetros de distancia y todavía más lejos.
    A esa hora del día el río parecía de vidrio bajo la resolana ardiente... Por un momento pensé que de no embarcarme pronto el calor me iba a derretir, pero al ver a una muchacha caminando para donde yo estaba bajo una sombrilla de colores, vestida con unos pollerines escandalosamente rojos, me olvidé de las ingratitudes del lugar y le di gracias a la vida de no ser otro ciego entre los ciegos. Más que una muchacha parecía una flor en el mes del más alto verano.
     La muchacha se detuvo a mi lado y comenzó a morder un mango, mirando de soslayo hacia el desembarcadero, dos tablas puestas ahí, a un lado de la ribera. La fragancia de la fruta dulcificaba las arremetidas del calor.
    –¡Oye tú!, ¿cómo te llamas tú? –me preguntó de repente.
    Aunque insistió no creí conveniente decirle mi nombre. En esa parte del país las muchachas querían saberlo todo desde niñas; después cualquier cosa podía ocurrir.
    –Tienes cara de no tener nombre –dijo con desdén.
    Eso me dolió, que se diera cuenta de mi desamparo. Herido en lo más profundo de mi orgullo le respondí:
    --¿Y tú, cómo te llamas? De pronto te pareces a algo...
    –Ana Magdalena.
    Seguramente no se llamaba así. Para unos viajeros ocasionales como nosotros cualquier nombre era bueno.
     Tan pronto abordamos la chalupa, un mocetón de ébano se paró en la proa con el bichero en ristre, dispuesto a enfrentarse con los bufeos, las serpientes y los caimanes que se nos atravesaran durante la navegación. El zumbido del motor fuera de borda nos impedía hablar como no fuera a gritos. Tal vez por eso me dediqué a contemplar el paisaje. Los ojos se me iban detrás de las bandadas de garzas, los loros chillones, las casitas de palma de la ribera.
     El timonel, un viejo lobo de río experto en esquivar los bancos de arena, los troncos podridos y cadáveres de cosas se puso a cantar La Piragua. Un pescado saltó del agua y me golpeó la cara. Como para que la oyeran en los linderos del paraíso, Ana Magdalena soltó una carcajada, escandalosa y feliz, y eso fue suficiente para que los todos pasajeros comenzaran a echar chistes y a decirse para dónde iban. Ana Magdalena iba para Ciénaga; tan pronto desembarcara tomaría el tren.
    –Yo también voy para esos lados –le dije. No creí conveniente decirle que vendía libros. En esos lugares del país era una aventura y casi un riesgo. En un pueblo me habían apedreado por culpa de unos versos de amor y en otro, un señor muy rico sólo compraba libros por metros, no para que los vecinos lo creyeran inteligente sino para tapar los huecos.
     Después de varias horas de navegación en las que no vi sino a un caimán bostezando de hambre, cinco tortugas filosofales en los esteros, una iguana prehistórica, pequeñas lanchas de cabotaje y pescadores y mujeres fumando tabacos con la candela dentro de la boca en las puertas de sus ranchos, desembarcamos en una estación de aluminio puesta ahí en señal de progreso. Sin embargo allí no había donde sentarnos, ni siquiera un ventorrillo donde me vendieran un pan. Llevaba varios días de viaje, durmiendo en hoteles baratos, espantando el hambre con mendrugos de cazabe, pero nadie tenía la culpa de mis desgracias.
     Tan pronto llegó el tren nos embarcamos para Ciénaga. Era tanta mi ansiedad de llegar a la orilla del mar que no creí que me fuera a alcanzar la vida para lograrlo. A todo momento me parecía ver el mismo paisaje por la ventanilla: caseríos sin importancia, un horizonte escaso en árboles, pastos secos, tierras áridas, animales sedientos y estaciones de aluminio en las que escasamente se veían unos cuantos guajiros, vendedores de comestibles y baratijas de contrabando.
    –¿En qué piensas? –le pregunté al verla tan ensimismada.
    Al día siguiente se iba a casar, me dijo. Sacó de su carterita la foto de un boxeador y se quedó mirándola. Su novio le había prometido una casa con muchos lujos, con canario incluido. No era necesario que me contara esas cosas. Sus asuntos sentimentales me importaban menos que cualquier cosa, ¿quién era yo para cambiar el destino de una muchacha? Uno más entre los mortales. Tenía los ojos azules para que aquellos que me vieran una sola vez dijeran “Por aquí también pasó”, para que en todos los puertos y ciudades recordaran mi rostro de agua y mis ojos de agua y mis pasos de agua sobre el lomo del agua que un día se llevó mi alma y la depositó en la gruta iluminada de sal donde habita el ánima de los ausentes. Durante mi viaje no había encontrado la felicidad pero sí innumerables libros, porque hasta las algas eran y las escamas de los peces también, el dorado de las mojarras, el blanco moco de las anémonas –siempre lo eran para mí–, un libro abierto.
     Después de la media noche llegamos a Ciénaga, un pueblo del litoral salitroso y bullanguero, y también un cruce de caminos. En todas las calles, casas y solares y aún bajo las matas de güineo se veían encapuchados, mujeres escandalosas, tahúres de todos los pelambres, marineros curtidos por el salitre, estibadores del puerto, dráculas tropicales, borrachos y hasta una negra de visos refulgentes de caderas esplendorosas que vendía besos a 50 pesos.
    –¿Cuánto dura el carnaval? –le pregunté.
    –Todo el tiempo que uno quiera –me respondió.
     El único hotel que encontramos para pasar la noche, parecía de mentiras. No era el mejor lugar, pero un muchacho de uñas verdes que dijo llamarse Adán, nos condujo por un largo corredor salitroso hasta una habitación tan pobre que daba pena. No tenía mosquitero ni tampoco ventilador; las sábanas olían a rancio, las lagartijas correteaban por todas partes, el techo estaba a punto de caerse; un Cristo sangrante colgaba detrás de la puerta, y lo peor de todo: el calor sofocante, el olor a orines, los mosquitos, las risas escandalosas en las habitaciones contiguas, el tintinear de las botellas. Si el lugar no era un burdel, es lo que parecía.
    Ana Magdalena me abrazó como un náufrago a una tabla de salvación y me besó. El mar no se oía por ninguna parte pero debía estar por ahí, perdido en la inmensidad de la noche. Una nube de mosquitos me chuzaba las nalgas, las lagartijas correteaban por el techo, el viento azotaba la ventana. Por entre las hendijas de las paredes, cientos de ojos nos observaban. Ana Magdalena era el mar, la luna, la ola, la espuma. Yo era la playa, el desierto, la arena... Cuando las olas se cansaron de morir en la playa, en alguna calle de Ciénaga alguien comenzó a tocar una gaita y me sentí triste.
    A la mañana siguiente mi vida comenzó a girar al revés: Ana Magdalena no estaba en la pieza. Se la pregunté al coime de uñas verdes, a la dueña del hotel, a las parejas que aún permanecían allí aletargadas por el alcohol. Nadie me dio razón. Salí a buscarla por las calles de Ciénaga. Fui a la Iglesia, a la alcaldía, la pregunté casa por casa, calle por calle, pensando que en cualquier momento volvería a encontrarla bajo su sombrilla de colores... En ese pueblo de cumbiamberos lo único que encontré fue un miserable canario enjaulado gritando que lo dejaran libre.
     Con la esperanza de verla de nuevo, me paré en una esquina por la que tenían que pasar todas las mujeres de Ciénaga. Pasaron ancianas huesudas, mujeres embarazadas, putas y hasta las niñas de la escuela con la sonrisa todavía dibujada en el rostro... Tal vez pasaron muchos años en pocas horas porque cuando me cansé de esperarla, las niñas de la escuela ya habían perdido la risa, las putas se habían vuelto santas, las mujeres embarazadas ya habían tenido muchos hijos y algunos de ellos ya habían muerto.
     Sé que la muerte vendrá a buscarme algún día de la misma manera que lo hizo Ana Magdalena, pero ojalá sepa mi nombre para que no tenga que preguntarme otra vez:
    –¡Oye, tú!, ¿cómo te llamas tú?

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